Beatriz Cervantes Jáuregui
Ana María Crespo Oviedo
Presentación
El presente texto, Tradición y ritualidad en la construcción de un territorio: los otomíes de río Laja; es el resultado de una invesyigación realizado por Beatriz Cervantes Jáuregui y Ana María Crespo Oviedo, ambas investigadoras de los centros Guanajuato y Querétaro del Instituto Nacional de Antropología e Historia, respectivamente.
Este trabajo fue presentado como ponencia dentro del IV Coloquio Nacional sobre Otopames, realizado en la ciudad de Guanajuato en el mes de noviembre de 2002 y obedece a los intereses temáticos de las autoras, quienes han venido investigando desde hace ya varios años sobre algunos aspectos que han permitido a las culturas de la región centro-norte de México, mantener vivas muchas de sus costumbres y tradiciones, logrando hacerlas pervivir a los embates de la conquista y culturización que han sufrido durante más de quinientos años.
La tradición oral en pueblos y comunidades de esta región ya ha sido tratada por las autoras con anterioridad en libros coautorados como: Memorias de un Agrarista, en el que compilan las memorias y testimonios de Alfredo Guerrero Tarquín, editado por el INAH en 1987; La vida airada. Imágenes del agrarismo en Guanajuato, editado por el Gobierno del estado de Guanajuato en 1989; Memoria y esperanza en San Bartolo, editado por el Centro de Estudios Ecuménicos en 1992; y Fiesta y Tradición en San Miguel de Allende (memoria de don Félix Luna), editado por ediciones La Rana, del Gobierno del estado de Guanajuato en 1999. Asimismo cada una de ellas ha publicado distintos artículos sobre el tema en diversas revistas y publicaciones.
En esta investigación las autoras han descubierto como la tradición y ritualidad ancestrales han servido para determinar la construcción misma de los territorios de las culturas indígenas. Para ello han inovado una interesante metodología al analizar la pervivencia cultural de los otomíes asentados en la rivera del río Laja, en cuatro municipios del estado de Guanajuato: San Felipe, San Miguel de Allende, Dolores Hidalgo y Comonfort, encontrando en la construcción del territorio y los espacios en estas comunidades otomíes, una homogeneidad digna de ser analizada.
Seguramente esta ponencia, al igual que muchas otras que fueron presentadas durante el IV Coloquiosobre Otopames, serán publicadas por los organizadores del mismo. Ésta sólo es una edición limitada a 50 ejempleras, inscrita en el interés de ediciones del manantial por aprovechar las nuevas tecnologías que nos ofrece la computación y sus periféricos para lograr la edición de trabajos especializados e irlos publicando conforme su propio ritmo de divulgación lo vaya determinando.
Acompañan al texto una serie fotografías tomadas en las zonas que comprende la presente investigación por Ana María Crespo, mimsmas que pretenden mostrar visualmente lo expuesto en el discurso. Es por ello que más que presentarlas como un anexo, determinamos irlas mostrando conforme el propio texto las iba pidiendo, tarea que a veces complicó el diseño mismo de la edición pero que preferimos ponderar a efecto de preferenciar la propia investigación.
Finalmente, aunque resulte ocioso el mencionarlo, este tipo de trabajos estimula nuestra propia concepción editorial.
El editor
febrero de 2003
Introducción
Es sabido que los otomíes que viven actualmente en el estado de Guanajuato, llegaron a poblar el territorio en el siglo XVI como consecuencia del movimiento de pueblos que provocó la conquista española. Establecidos en un principio de acuerdo a un patrón propio, cuando los españoles avanzaron hacia estas tierras, se unieron a ellos y participaron en las avanzadas punitivas logrando así concesiones especiales por sus servicios a la Corona. Gracias a ello, consiguen establecerse de acuerdo al nuevo estado de cosas.
A partir de entonces su historia se desarrolla, por una parte, con los altibajos propios de su condición de subordinación y por otra, en su esfuerzo por hacer valer el papel que cumplieron como conquistadores y pacificadores en los primeros tiempos de la presencia española. Entre despojos, reubicaciones, congregaciones, reducciones, reacomodos, migraciones, compraventas y esfuerzos por legalizar sus posesiones, se fueron formando pueblos de indios, barrios, rancherías o congregaciones en el territorio donde se asentaron. Una constante en la historia de estos grupos parece haber sido la creación de herramientas para conservar viva la memoria del rol desempeñado en el inicio colonial del poblamiento regional, así como la certeza de que ello conlleva la necesidad de acciones de diversa índole.
Para la tercera década del siglo XX, Jacques Soustelle recorre el oriente guanajuatense con el propósito de constatar la presencia de hablantes de lenguas otopames; este antropólogo encuentra población de habla otomí asentada en las inmediaciones del río Laja, así como en las del río Apaseo-Pueblito y al noreste de Guanajuato, continuándose por la Sierra Gorda de Querétaro (mapa 1). Con información etnográfica, lingüística e histórica Wigberto Jiménez Moreno señala hacia esos mismos años, la antigua presencia otomí en la porción oriental de Guanajuato.
Mapa 1. Basado en Soustelle 1937
Este hecho había sido registrado también por la historia local. Hacia los primeros años del siglo XX, el historiador Pedro González en su Geografía local del estado de Guanajuato, señala al otomí como la lengua madre en los pueblos del estado. Para San Miguel, por ejemplo, afirma que tanto el curato como las oficinas públicas precisaban de intérprete para atender los asuntos relacionados con ese sector de la población (González 2000: 596).
Aunque en la actualidad sobreviven pocos hablantes en la zona que va del municipio de San Felipe al de Comonfort (la zona de nuestro interés), todos reconocen que una o dos generaciones atrás el otomí era lengua común en sus poblados. Entre las causas que señalan del abandono de la lengua destacan el deseo de los padres de que lo hicieran para evitar engaños y discriminaciones y el acceso a la educación oficial, que siempre fue en español. A este respecto Pedro González continúa diciendo: “para que los niños entiendan al maestro, necesitan estar algún tiempo aprendiendo lo indispensable del español, desde la pronunciación de las letras y la de sus propios nombres en castilla, como ellos dicen” (Ibid: 596). En fechas recientes y particularmente a partir de 1994, se observa en diferentes poblados un renovado interés por recobrar la lengua materna en esfuerzos dedicados particularmente hacia la población infantil.
De cualquier manera, partimos de considerar que el grupo de población asentado en el sector del Laja que comprende los municipios de San Felipe, Dolores Hidalgo, Allende y Comonfort (mapa 2), si bien no aparece en los censos como hablante de otomí porque casi ha perdido la lengua, no ha olvidado su origen ni particularmente sus tradiciones culturales, aunadas a un profundo sentido comunitario.
El propósito de esta exposición es hacer referencia a la estrategia que para guardar la memoria de su pasado, prevalece en las comunidades que tienen como herencia común una raíz otomí. La información que presentamos proviene básicamente del intercambio sostenido con diferentes personas que se reconocen en esta tradición cultural, realizado en el transcurso de los últimos años a lo largo del eje marcado por el río Laja (fotos 1 y 2). Han sido también importantes en este sentido, los puntos de vista que nos fueron expresados por algunas personas sensibles a esa presencia humana, como los señores Alfredo Guerrero Tarquín, Guillermo Dávalos, José Chávez Morado, Félix Luna, Eusebio Hernández y Antonio Yerbabuena, entre otros. Así también, las lecturas y comentarios compartidos en nuestro seminario de historia cultural han aportado elementos para entender los matices locales de este complejo tema.
Mapa 2. Municipios que comprenden este estudio
Las primeras conversaciones con gente que habita en la zona nos proporcionaron una serie de datos básicos sobre su memoria, costumbres, ceremonias e intercambios. A medida que fuimos adentrándonos en esa realidad pudimos contar con elementos para ir abordando algunos temas y orientar las conversaciones hacia significados mas profundos, que aún no concluimos. Al relacionar los diversos testimonios, pudimos constatar una visión de conjunto que corresponde a la cosmovisión peculiar a la población otomí.
Foto 1. Río Laja en la temporada de lluvias del año 2002
Consideramos que lo que aquí presentamos tiene sustento en una dinámica en la que queda plasmada la vivencia personal y los recuerdos en relación con el territorio en que se habita, un vínculo entre los rasgos culturales heredados, el sentido de pertenencia a una cultura y a un territorio, y las nuevas situaciones que se van imponiendo en el presente, en un frecuente reacomodo de esta relación entre historia y territorio.
Nuestras observaciones y conversaciones giraron en torno al oratorio familiar. Siguiendo la pista de la presencia o ausencia de este elemento arquitectónico, detectamos la del grupo de raíz otomí y encontramos que a lo largo del río Laja este elemento es una constante. A manera de método arqueológico y tomando al oratorio como referente territorial, este fue el punto de partida de nuestras indagaciones, con la certidumbre de que las personas que entablaban la conversación por lo general tenían una clara conciencia de su significado, ya fuera que el oratorio estuviera en funciones o se encontrara con un uso diverso o bien destruido o abandonado; podía ser un edificio antiguo o tratarse de uno de reciente construcción. Las personas que abordamos en sus inmediaciones, nos proporcionaron información sobre los rasgos comunes y los rasgos específicos de esta memoria. En ella hay conciencia de una territorialidad y podemos afirmar que las estrategias que les permiten reafirmar la memoria de su pasado, tienen como eje los momentos rituales que se realizan en el ámbito del oratorio.
Foto 2. Informantes, Dolores Hidalgo
La información obtenida de esta manera informal, a medida que recorríamos la zona, nos permitió percibir una conciencia de territorialidad que se había ido construyendo por parte de este grupo socioétnico en el transcurso del tiempo y que un elemento fundamental en este proceso de apropiación residía en las formas de cohesión propiciadas por el oratorio.
Habíamos observado que muchos de los edificios del siglo XVIII estaban en proceso de abandono, por lo que en un principio consideramos que estábamos en contacto con un grupo en disolución y lo que fuimos descubriendo fue que se trataba de un proceso más de transformación, como muchos que sucedieron en el tiempo y de los cuales se nos estaba dando cuenta a través de los testimonios. Este fenómeno de reformulación ha sido permanente y sigue siendo actual; en la historia de este grupo resalta pues la capacidad para adaptarse a las nuevas realidades.
Para estas consideraciones, partimos de que el territorio es producto de la actividad social humana y que un mismo espacio puede ser vivido de diferente manera y con diferente dinámica, de acuerdo a las pautas culturales profundas de los grupos que conviven en él. El grupo otomí, como el resto de los grupos indígenas en México, se encuentra en situación de subordinación respecto al grupo hegemónico desde por lo menos la presencia española. En este contexto, participó en la construcción de la nueva sociedad en esta región y a la vez que se encuentra inserto en la dinámica histórica del momento, ha podido y sabido conservar espacios propios.
Por último, señalamos que es necesaria la convergencia de las aportaciones de diferentes disciplinas para poder acercarse a la comprensión de fenómenos complejos como éste, que implican señalar una región y su profundidad histórica, construida con memoria.
El oratorio como marca territorial y ámbito del culto a los ancestros
En una tesis presentada en 1994, Nahum de Jesús Noguera propusocomo estrategia metodológica para el reconocimiento arqueológico de área, tratar de detectar los símbolos distintivos de una determinada formación socioétnica y de esta forma abrir la posibilidad de señalar sus vestigios en un territorio dado. Bajo este criterio, encontró que para la época actual los otomíes y mazahuas contaban con un indicador territorial muy preciso; se refería a los oratorios, construcciones dedicadas al culto familiar que se pueden distinguir del resto de la vivienda por su mejor factura, por lo que su presencia —como elemento actual o como vestigio— es reconocible como parte del paisaje cultural en el territorio habitado por éstos.
Antropólogos e historiadores han reconocido a estas construcciones dedicadas al culto familiar como distintivas de los otomíes. En general coinciden en considerar que se trata de la manifestación de una herencia con raíz prehispánica que este pueblo incorpora a su nueva realidad al momento de adoptar el cristianismo. Noguera señala que pudiera tratarse de una versión de lo que en la época prehispánica era la casa de penitencia, a la que los otomíes acudían en determinadas ocasiones para cumplir con ciertos ritos y de la cual da cuenta la Relación de Querétaro, de 1580. Señala también que “el que los hñähñü imiten a nivel doméstico la expresión formal simbólica de los principales centros religiosos —iglesia o convento— parece ser una conducta persistente hasta nuestros días” (1994:129).
Consideramos que el oratorio es la materialización de una institución más sofisticada, cuya complejidad se aprecia en el sistema de compadrazgos del que da cuenta Soustelle (1935). Este autor sostiene que la palabra otomí moste, que se traduce por compadre, según el catecismo de Yepes también significa encantadores, ayudadores o adivinos. El mote de ayudador corresponde al de compadre por analogía con los intercambios de servicios a que dan lugar ocasiones como los bautismos. Del pasaje de Yepes según Soustelle, se puede deducir que de muy antiguo tiempo provenía la red de relaciones economíaactividad religiosa, por lo que sus usos fueron considerados como heréticos y paganos. Y agrega: “Creo legítimo juzgar ese sistema tal como se manifiesta en nuestros días en el culto de los oratorios, como sobrevivencia de un estado de cosas antiguo —ligado por una parte a la mentalidad religiosa de los indígenas y por otra a la estructura de la sociedad otomí— y donde se ordenan aún actualmente todas las relaciones sociales” (Id:113). Este antiguo sistema de ayuda mutua se manifiesta en la actualidad como parte del culto a los antepasados y en la institución del compadrazgo y la mayordomía, que son aspectos del ritual incorporado al oratorio.
En el citado trabajo, previo al que da lugar a la localización del área de los hablantes de la familia otopame en el centro de México, Soustelle reconoce la existencia de oratorios entre los mazahuas de San Bartolo del Llano y los otomíes de San José del Sitio, en el estado de México. En este artículo, señala que cada familia posee dentro del entorno de su casa, una pequeña construcción cuadrada, del mismo tipo, dice, que la casa habitación y que los indígenas llaman “oratorio”, en mazahua intimi y en otomí tinkö —pequeña iglesia— (Id: 99). Los oratorios de San José del Sitio los describe como unos pequeños cubos cubiertos con techo de dos aguas y fachadas con un poco de cal y sin decoración; en cambio, dice, los oratorios de San Bartolo son más grandes y enteramente blanqueados donde destacan figuras de vivos colores como animales y flores. Señala la institución del compadrazgo como relevante en la erección y mantenimiento de estos edificios y su función como núcleo de integración de los lazos familiares, al reconocer y venerar la figura de un ancestro común y a la vez, dar lugar al fortalecimiento de los vínculos comunitarios a través de la celebración de la fiesta del santito o tidada que preside el altar. La danza en particular, sostiene, es uno de los medios que convierten ese espacio ritual familiar en un vehículo de acción comunitaria.
Respecto a los mazahuas de San Felipe del Progreso, Efraín Cortés (1972) señala que con la palabra intimi designan tanto al oratorio familiar como al templo comunal. En esta zona los oratorios son pequeñas construcciones cuadrangulares cuya edificación se asemeja a la de la generalidad de las casas en que moran los individuos de la comunidad. La diferencia reside en que las viviendas, en su mayoría están confeccionadas exclusivamente con tablas de madera (Id:87). En los altares de estos oratorios el objeto principal y único del culto es la cruz. En su trabajo, Cortés propone analizar que “lo mágico-religioso como aspecto místico motivador del culto condiciona un tipo de organización familiar” (Id:98).
En otra región de México, entre los otomíes de la Sierra de Puebla, Dow (1975) reconoce esta misma institución: Las construcciones que levantan los otomíes para sus zidahmu, señala, son variadas, se construyen para durar y para pasar de generación en generación. Se trata de un pequeño edificio de madera, hecho con tablones horizontales, con techo de teja o de lámina acanalada y pintado de alegres colores, muy distinto de las casas que lo rodean. Por la sierra los oratorios son de piedra, muy bien hechos. Siempre se pintan las paredes y se adornan con pinturas de motivos florales o escenas piadosas. Coronando la fachada se encuentra una cruz y otra más frente a la puerta de acceso. Los oratorios nunca tienen ventanas, continúa diciendo, y tampoco se necesitan pues los ritos se celebran por la noche, a la luz de multitud de velas (Id:264).
Acerca del zidahmu expresa Dow: “A cambio de los dones que necesita, hermosos dones de la naturaleza, el gozo y la felicidad del hombre y la devoción de la gente, el zidahmu da al hombre lo que el hombre necesita para llevar una vida buena y santa. Es una relación en la cual el hombre no tiene nada que perder mientras no cometa el error de descuidar al zidahmu. Los zidahmu no moran en los cielos sino en el corazón de la gente. La costumbre es la forma de evocar su presencia” (Id:118-119).
En Hidalgo, Mondragón, Noguera y Fournier (1990) hacen un recuento de las características de los oratorios como expresión de arquitectura religiosa, tomando como ejemplo los que se encuentran en Santa María del Pino. Distinguen el conjunto de bóvedas, salas y humilladeros como parte de este tipo de arquitectura. Consideran que los oratorios o capillas domésticas indígenas surgieron en la Nueva España con base en las raíces religiosas prehispánicas, que se sabe de su existencia desde fechas tan tempranas como 1539 y que se intentaron prohibir pero a pesar de ello se continuaron edificando (cf. Pineda, 1988: 60).
En Santa María del Pino los autores localizan treinta y dos oratorios domésticos en pie, más otros cuatro de los cuales sólo quedan restos, todos con planta basilical. Señalan que cuentan con dos tipos de edificios, los llamados de bóveda y las salas. Los humilladeros son altares localizados en el exterior, a pocos metros del acceso. (Mondragón, Noguera y Fournier: 121)
Señalan asimismo que salas y bóvedas son consideradas los lugares más sagrados de las unidades habitacionales y que aún se destinan algunas de ellas a actividades de culto en el seno familiar. Los autores indican que en la actualidad la mayoría de estos edificios se encuentran abandonados o bien se utilizan como habitaciones o almacenes. Respecto a su época de construcción, dicen que algunos de ellos pueden ser de los siglos XVI o XVII, aun cuando las fechas anotadas en salas y en las cruces de humilladeros remiten al siglo XVIII o a las primeras décadas del XIX.
Un estudio más, debido a la antropóloga Heidi Chemin da cuenta de las características de los numerosos oratorios de San Miguel Tolimán, en Querétaro. El estudio contempla aspectos constructivos de los mismos, que los asemejan a los descritos para el estado de Hidalgo, como el hecho de estar construidos de piedra, con cantería labrada, algunos con torres y en general, el hecho de mostrar semejanzas formales con los templos católicos de la región y no con las unidades de vivienda, como es el caso de los oratorios del estado de México o de la Sierra de Puebla. En San Miguel Tolimán, a las pequeñas construcciones que se ubican frente a la fachada del oratorio, llamadas humilladeros en Hidalgo, se les conoce como calvaritos. En los nichos de estos calvaritos se guardan cruces de madera que refieren a antepasados.
Esta institución, como se aprecia, está consolidada en todas las regiones de antiguo asentamiento otomí y mazahua, y comparte similitudes tanto en lo formal como en el entramado social que le da sustento.
La intención de este trabajo es mostrar que la incorporación de los oratorios en el nuevo paisaje norteño, producto de la migración otomí hacia el actual Querétaro y el oriente de Guanajuato, añade variantes que corresponden a esa nueva experiencia.
Oratorios y capillas: ámbito familiar y comunal en la zona de río Laja
En esta zona, el oratorio construido en el ámbito doméstico ocupa asimismo un lugar relevante en el solar familiar, tanto porque en principio no tiene otros usos, como por sus características formales, los materiales con que está construido así como por su decoración. Al parecer la riqueza en el ornamento corresponde al prestigio social y las posibilidades económicas del grupo familiar que lo construyó. En el aspecto visual destaca debido a que en pequeña escala reproduce el modelo de las iglesias más cercanas, por ejemplo el diseño de la fachada, con torre y en ocasiones barda atrial, los asemejan a la parroquia de San Francisco en Comonfort o a algunos templos de San Miguel de Allende incluyendo Atotonilco (foto 3). En el caso de Dolores Hidalgo, el patrón de la parroquia se reproduce por lo menos en la amplitud del espacio del atrio en las capillas de los poblados cercanos.
Foto 3. Patron de fachada
La capilla corresponde a un ámbito un poco mayor aunque en su origen pudo haber sido de una familia o un grupo de familias que migraron en una determinada época como es el caso de La Palma en Comonfort o de Rancho Nuevo en Allende. Con el paso del tiempo, se convirtieron en la capilla del barrio o de la comunidad. En ocasiones el oratorio conserva en su nombre la referencia al grupo familiar fundador como: Los Florencio o Los López, en Comonfort y Allende, o Los Barcos, en San Felipe. En otros casos se le conoce con el nombre de la imagen principal o del santito (la Santa Cruz, Eccehomo, San Pablito, San Miguelito, etc.); en otros, por la referencia a símbolos como el de Xilote o el del Chan, en Cruz del Palmar. Cuando la capilla ha salido del ámbito doméstico se desarrollan en ella los servicios religiosos usuales en una capilla de pequeñas dimensiones (se celebra misa por lo menos en la festividad del santo patrón o en alguna fecha relevante). Cuando es este el caso, para las ceremonias que corresponden a las tradiciones se usa el espacio anexo de la sacristía que en algunos casos, según se nos informó, puede tratarse de una primera capilla que en determinada época fue sustituida por otra de mayores dimensiones sin destruir la anterior, que queda anexa (foto 4).
Foto 4. Capilla anexa
En cuanto al material de construcción la piedra es el material básico, tanto en los oratorios como en las capillas. Este aspecto es relevante porque contrasta drásticamente con los materiales de construcción del resto de la vivienda en la época en que fueron edificados, que en el medio rural solía ser de varas, ramas o penca y techos de paja o zacate; en el medio urbano, en cambio, podían ser de adobe con techos de teja. Las bóvedas en los oratorios y capillas son generalmente de arista de dos o tres tramos (foto 5), lo que conlleva también una complejidad constructiva a la que puede agregarse una torre y ornamentación en cantería (foto 6), principalmente en la fachada y decoración polícroma en los muros. En cuanto a sus aspectos formales, se distinguen oratorios y capillas sólo porque estas últimas suelen ser de un tamaño un poco mayor y porque amplían la gama de sus usos y servicios. La capilla cuenta con un espacio atrial que es mayor que el espacio construido y puede tener dos o tres calvaritos y estar bardeado con piedra; en el caso del oratorio puede prescindir del espacio del atrio, pero cuenta siempre con la edificación del calvarito exenta al mismo (foto 7).
Foto 5. Bóveda de dos tramos
Foto 6. Ornamentación de cantera
Foto 7. Calvarito
Respecto al uso de ambos espacios, quizá la principal diferencia con relación al tema que nos interesa, sea la amplitud del grupo social que convocan, tanto en la participación en las ceremonias, como en la fiesta; una característica que pudiera ser peculiar de esta zona consiste en que durante las ceremonias de tipo familiar, que son nocturnas y en medio del ambiente de especial concentración emotiva que se llega a lograr, se evoca la memoria de los antepasados comunes, en especial a aquellos que tuvieron el carácter de fundadores por haber sido los encargados de edificar el oratorio en ese lugar y por lo tanto los que en un inicio arraigaron a la familia en ese territorio. Es debido a ello que el oratorio cumple la función de renovar en el grupo familiar los vínculos que los mantienen en relación con un antepasado común.
Al apelar a través del complejo ceremonial a la unión de fuerzas de los ancestros con la del grupo que lo realiza, se pretende también dar solución a los problemas más importantes del presente, particularmente en lo que se refiere a la salud de las personas y la economía del grupo. Lo que proponemos aquí es que el hecho de recurrir a la memoria de los antepasados no sólo cumple esta función, sino que este aspecto del ritual, al remitirse al pasado común, renueva los lazos de unión entre el grupo actual a la vez que fortalece la identidad del grupo respecto al territorio que habita.
En el ámbito de la capilla el énfasis se pone en los fundadores de carácter local o regional. Esta referencia adquiere características especiales en esta zona de migración otomí colonial, pues suele remitirse al grupo de caciques que en los inicios de la época colonial cumplieron el papel fundador en estos territorios.
La gente relacionada con los oratorios y las capillas generalmente hace mención a documentos conservados por los encargados de los oratorios y capillas, que contienen información sobre ese tipo de acontecimientos. Cuando hemos podido acercarnos a su contenido, encontramos que en lo fundamental parecen corresponder a la memoria oral que en algún momento fue pasada a la escritura, del origen de la presencia del grupo otomí en la región o en ese determinado lugar.
Un caso que podemos documentar respecto a esta memoria y su correspondencia con la información escrita proviene del barrio de La Palma en Comonfort (foto 8). En ese lugar, aunque al parecer no se conserva copia de los documentos, se tiene la memoria precisa de la época y los motivos que llevaron a la construcción de la capilla, que a su vez es el origen del asentamiento del barrio en ese lugar. La tradición oral que guardan, refiere que los indígenas que poblaron el barrio proceden de la hacienda del Molino de Soria (localizado unos pocos kilómetros al sur, donde actualmente se encuentra una fábrica textil), los cuales tenían en ese lugar una cruz a la que prestaban gran devoción. Hacia 1761 deciden reunir sus limosnas con el objeto de comprar un predio para construirle una capilla, lo que realizan pocos años después. El excedente del terreno se reparte entre las personas que cooperaron para su compra, a donde se trasladan a vivir.
Foto 8. La Palma
Esta información corresponde en lo esencial a la contenida en los documentos que se encuentran depositados en el Fondo Chamacuero del archivo del Colegio de Michoacán (Gómez García, 1998). En ellos se proporciona detalle sobre las vicisitudes de la citada construcción, entre otros datos se reseña un desacuerdo fuerte de dos grupos: quienes piensan que debe hacerse una construcción modesta, acorde a los recursos y posibilidades con que se cuenta, y los que opinan que si se va a construir una capilla debía ser de cal y canto de 18 varas de largo y ocho de ancho, pues afirman “nuestra pretensión se reduce a que la capilla de la Santa Cruz se fabrique del mismo modo, con las propias medidas y de materia que habían pensado construirla nuestros padres y antepasados, los fundadores de la hermandad tanto para que se lleve a efecto la voluntad de aquellos como debe ser, cuanto porque así podrá abarcar a los habitantes del barrio, hermanos de esta institución y que dicha capilla subsista y permanezca sin que sea necesario estarla reparando y trabajando en ella continuamente…” (Ibid: 114).
Memoria y territorio
En la información oral que nos fue transmitida, un aspecto relevante lo constituye la memoria del momento de su arraigo al lugar que habitan, generalmente ligada a algún acontecimiento de carácter sagrado.
La memoria de arribo se remonta a las primeras épocas de la vida virreinal. En el caso de Comonfort, recuerdan que el primer grupo otomí que llegó a esos lugares se asentó en el rumbo de Los Remedios, que primero fue barrio y después comunidad. Actualmente forma parte del núcleo urbano, aunque sus terrenos conservan el rango de propiedad comunal. La memoria en este lugar recuerda que los fundadores fueron los caciques Pedro Martín y Bartolomé Jiménez. Acerca del primero, Pedro Martín de Toro, se cuenta con documentos que hacen referencia a sus hazañas como capitán de frontera y a sus lazos familiares, que lo vinculan a los antiguos señores de Chiapa de Mota, en la Provincia de Jilotepec (Wright, 1988).
Foto 9. La Huerta
A partir de Los Remedios se dice, salieron grupos rumbo al norte a poblar Rinconcillo, Morales, San Pablo y La Huerta, el punto más norteño, que actualmente se encuentra dentro del municipio de Allende. A su vez en La Huerta (foto 9), se conserva la información de que de ahí partieron los cuatro caciques que cumplieron el papel de fundadores en el rumbo de San Miguel. En sus inmediaciones, a San Miguel Viejo le corresponde el prestigio de haber sido el lugar de procedencia de los primeros indígenas que guiados por Fray Juan de San Miguel, dieron lugar al actual asentamiento de la cabecera municipal. Cada año durante la fiesta del Arcángel, las comunidades de los alrededores acompañadas por grupos de danza y cruceros, recorren el trayecto en memoria de este acontecimiento (foto 10).
Foto 10. Festividad de San Miguel
Según otra antigua tradición en el poblado de El Llanito en Dolores Hidalgo, la imagen que se venera en ese lugar, el Señor de los Afligidos, fue entregada a los antiguos pobladores por el Mariscal de Castilla, personaje que llegó a la región en la segunda mitad del siglo XVII (foto 11). Pero dicen en este lugar, que a diferencia de las imágenes que actualmente se veneran en los templos de los poblados cercanos, también regalo del Mariscal, la de El Llanito se apareció. Relatan que cuando éste se la llevaba, se le desaparecía y aparecía de nuevo en El Llanito. Posteriormente cuando el Mariscal fraccionó y les dijo a los indígenas que si querían un pedazo de tierra éstos se acordaron que sus antepasados festejaban en mayo y le dijeron al Mariscal que por último lo iban a invitar a la fiesta. Como le gustó la fiesta, les regaló la imagen diciéndoles que creía que ésta se quería quedar con ellos.
Foto 11.El Llanito
En Tierra Blanca, pequeño poblado, que se encuentra cercano a El Llanito, cuentan la historia de que el español que se adueñó de esas tierras los llamó en cierta ocasión y les dijo que escogieran tierras para asentar su pueblo; ellos le dijeron que les gustaba San Marcos de Abajo, pues decían que iban siguiendo un águila, pero que esa águila se sentaba y no le gustaba el lado donde ellos querían, se cambió el águila al lado de San Felipe y tampoco le gustó y finalmente, cuentan que se vino a asentar en Dolores y que eso fue para implantar ese pueblo. Cuentan además, que por esos lugares había un señor que trabajaba en la hacienda, se llamaba Lucas Godínez que huía de tanto trabajo, —porque los patrones los trabajaban mucho— y se fue a ahora está Tierra Blanca. Ahí se quedó a vivir donde había una palma de dátil, ubicada en el extremo de la plaza central del actual poblado. Lo mandó buscar el hacendado para regresarlo a trabajar, pero él siempre se volvía, de manera que fue el primer habitante del poblado. Dicen además que su esposa Matiana tuvo un niño mudo a quien llamó Martín. Martín murió a la edad de quince años y su papá le pidió permiso al patrón para mandar hacer una imagen a nombre de San Martín Obispo para que fuera el patrón del rancho y le dijo también cómo pensaba que debía formarse el cuerpo del señor San Martín. Dio su parecer el español —pues mandaban ellos en ese tiempo— y se hizo la imagen y una capilla pequeña. Con el tiempo hicieron la que actualmente existe. Los encargados de hacerla fueron los señores Teodoro, Bernabé y Francisco Godínez que se reconocen como los fundadores de la capilla. En Adjuntas del Río, municipio de Dolores Hidalgo, tienen la memoria de tres hermanos de apellido Jiménez que llegaron del Bajío, uno de los cuales se quedó en Adjuntas y otro en Dolores, no nos informaron si fueron los fundadores de Adjuntas, sólo dijeron que José Alfredo proviene de esa familia.
En el poblado de La Labor, municipio de San Felipe, se conserva la leyenda de un sacerdote llamado Miguel que recorría la zona de San Miguel a Jaral de Berrio; en una ocasión que llevaba un cargamento, precisó la ayuda de los indios para pasar el río (el Laja pasa junto a este poblado). Se dice que los indios le ayudaron a cruzar pero no le entregaron la carga pues creían que lo que llevaba eran objetos de valor. Le dijeron que no sabían quién se había llevado la carga. El sacerdote no les creyó porque sabía que desde San Miguel en ese tiempo sólo existía congregación en San Nicolás, después en La Labor y después solamente en La Palma y de ahí hasta Jaral de Berrio. Al ver los indios el cargamento descubrieron que se trataba de la imagen de San Miguelito que les gustó y le pidieron al sacerdote que se las dejara, a lo cual accedió a cambio de que le hicieran cada año su fiesta el 8 de mayo. Posteriormente, relatan que debido a la falta de lluvias en mayo, cambiaron la fiesta grande al 29 de septiembre.
A través de los testimonios de la gente, también pudimos saber acerca de los impactos y respuestas respecto a las transformaciones del exterior, así como a los conflictos internos. Consideramos que para la solución de éstos priva un criterio flexible que se sabe adaptar a las nuevas situaciones por difíciles que se presenten, el cual parece provenir de un antiguo sistema de pensamiento. La primera época de la guerra de independencia seguramente irrumpió de manera violenta en las comunidades indígenas, que se vieron envueltas en este conflicto. En Xoconoxtlito, poblado situado en las inmediaciones de Dolores Hidalgo, se conserva la memoria de que en ese lugar se fabricaron las hondas para la gente que acompañó a las huestes insurgentes.
Una información contenida en los documentos de Chamacuero mencionados anteriormente, nos da la pauta de esa actitud peculiar frente a las transformaciones a que hacemos mención: en los registros de las cofradías de ese lugar, se da cuenta de los cambios ocurridos en las fechas posteriores a la independencia, pues mientras en 1820 se registra que “estando presente el señor don José Buenaventura Telles gobernador actual de la república de los naturales, electo con todas las formalidades que presenta el artículo 53 de las reales ordenanzas, estando con los señores de mi república, en mesa capitular del Señor San Agustín procedieron a la celebración de elección de nuevo mayordomo, diputados y tenanches”. En 1825, en cambio, se anota: “estando juntos los hermanos que componen el común de la devoción del Señor San Agustín, se procedió a la nueva elección de mayordomos, diputados y tenanches” (Gómez García: 101). Es decir, la institución de la mayordomía continúa realizando sus ciclos anuales, lo que cambia es el entorno de la nueva elección, que se adapta a las nuevas circunstancias para continuar proporcionándole un rango de formalidad, ahora en un ámbito exclusivamente cívico religioso.
La historia de la familia Ramírez, de Rancho Nuevo en el municipio de Allende, se remite varias generaciones atrás al mineral de Marfil, Gto. Ellos cuentan que hace muchos años la familia se desintegró por problemas religiosos, y una parte de ellos emigró de Marfil llevándose consigo un crucifijo. Anduvieron sin rumbo hasta que llegaron a un lugar donde se estaba construyendo una capillita, se pusieron a trabajar en la edificación y ya junto con los del lugar terminaron la capilla, guardaron en ella su imagen y ahí se quedaron a vivir. Otro caso que señala la relación de los espacios religiosos relevantes para los otomíes de la región con la fundación de una comunidad se refiere a la ranchería de Banda, también en Allende. En este caso los antepasados acudieron al santuario de El Llanito en Dolores Hidalgo, con el propósito de conseguir dinero para comprar el rancho. Debido a ello, a partir de entonces se instauró la tradición de llevar cada año una pequeña imagen del Señor del Llanito a recorrer todas las casas para solicitar entre los pobladores del lugar una limosna cuyo monto es voluntario, el cual llevan en una fecha especial al santuario. Ese fue el compromiso que contrajeron al solicitar el préstamo y se sigue cumpliendo en la actualidad.
Una vía en la historia reciente para recuperar o conservar las tierras fue el ejido, al que acudieron muchas de las poblaciones de raíz otomí. Lo que hemos observado en general, es que, cuando fueron agraristas y son ejidatarios, tienen mayor posibilidad de conservar sus tradiciones y expresan con mayor facilidad su pertenencia a éstas.
Los oratorios y capillas más antiguos que encontramos en la zona de río Laja al parecer corresponden a la segunda mitad del siglo XVIII, aunque quizá, por lo que hoy observamos, pudieron sustituir a construcciones más antiguas. Las transformaciones sufridas por estos edificios guardan estrecha relación con las ocurridas al interior del grupo social que lo ha producido. Así, cuando el grupo familiar ha emigrado o se ha acabado, estas edificaciones suelen caer en el abandono y en muchas ocasiones han sido objeto de saqueo y destrucción. En poblaciones fundadas en razón a reacomodos recientes (como la dotación de las tierras ejidales o la construcción de la presa Allende), las nuevas capillas se construyen siguiendo el modelo de las antiguas; tanto respecto a medidas y elementos constructivos como a los materiales. Es el caso del poblado de San Marcos en Allende creado a raíz de la dotación ejidal (foto 12).
Foto 12. San Marcos
Los espacios sagrados y la organización del territorio
Nos podemos percatar de los primeros episodios que dieron lugar al poblamiento de la región que estamos tratando por medio del Mapa de San Miguel y San Felipe, al parecer pintado hacia 1581 o 1582 y que se pretende que pudo ser el documento gráfico que acompañaba la Relación geográfica de esta provincia, según propone René Acuña (mapa 3). El mapa señala la presencia de los actores que participaron de diversas formas para dar lugar a la nueva configuración en dicha provincia: frailes, soldados, viajeros, incluidos los antiguos habitantes de la misma; los chichimecas. Muestra el trazo de los caminos y las actividades, tanto nuevas, representadas por el ganado como las tradicionales agrícolas, indicadas por los caseríos que se distribuyen a lo largo del río Laja; los pueblos de San Miguel y San Felipe están identificados por una iglesia con su cruz en la parte superior.
Mapa 3. Mapa de San Miguel y San Felipe
En este mapa sin embargo no se aprecia la presencia de la población indígena sobre la que estamos tratando. Los otomíes no se encuentran representados, quizá se les puede reconocer a través del símbolo que señala los caseríos alineados sobre las márgenes del río; el dibujo de una fachada con techo plano. Como sabemos, las casas otomíes hasta fechas recientes generalmente estuvieron construidas con materiales perecederos. Podríamos considerar entonces que las construcciones a que hacemos referencia puedan ser los oratorios de los otomíes ahí asentados (mapa 3, detalle).
Mapa 3. Detalle
En un artículo sobre las capillas del río Laja publicado en 1982, Eldrid Thorpe Running propone esta hipótesis y recurre a la fachada de un oratorio que presenta el mismo diseño que los edificios aludidos en el Mapa de San Miguel y San Felipe. Con relación a ello, anotamos que es el caso de fachadas de capillas que aún se pueden apreciar en varios lugares de la margen izquierda del Laja, como la del poblado de La Cieneguita (foto 13), o bien la de La Cuadrilla. Esta última cuenta además con un grueso pilón en la esquina derecha de la fachada (foto 14).
Foto 13. La Cieneguita
Foto 14. La Cuadrilla
El paisaje salpicado con la cadena de rancherías distribuidas a lo largo de los caminos y del río Laja y sus afluentes se aprecia también en un antiguo óleo de mediados del siglo XVIII que se conserva en el Santuario de Atotonilco, en donde el plan del poblado de San Miguel el Grande se puede observar en la parte superior izquierda del cuadro y el del santuario, en la parte inferior derecha (foto 15). Entre uno y otro destacan una serie de capillas con sus torrecillas rojas de varios cuerpos y otras construcciones con techos de dos aguas, similares éstas últimas a las pintadas en el Mapa de San Miguel y San Felipe (foto 15, detalle).
Foto 15. Poblado de San Miguel el Grande y Atotonilco. Oleo del s. XVIII que
actualmente se encuentra en el Santuario de Atotonilco
Foto 15. Detalle
Ese mismo paisaje marcado por rancherías en el que destacan las torres de su capillas y advertido en el óleo del siglo XVIII, puede considerarse que es el que sigue prevaleciendo en la cuenca del río Laja que estamos tratando (foto 16). Entreverados entre mezquites y los grandes árboles de las galerías cercanas a las fuentes de humedad, se encuentran también los cascos ruinosos o aun vigentes de las antiguas haciendas, testigos de la sobreimposición de otra forma de organización del territorio. También el aspecto de la vivienda ha cambiado, las casas con ladrillo o tabicón desplazan parcialmente a las anteriores de adobe o ramas, conservándose espacios de la vivienda con elementos de sus antiguas formas de construcción.
Foto 16. Paisaje actual de la cuenca del río Laja
Esta disposición del asentamiento en la región presenta en la actualidad un ordenamiento que conlleva un criterio político económico y es la red de comunicación de estas rancherías y pequeños poblados con sus cabeceras, red que por cierto se mantiene en condiciones precarias. A esta red interior se sobrepone el trazo de las vías de comunicación nacionales y estatales, con las carreteras y la traza siguiendo el curso del Laja de la vía del ferrocarril, ahora convertida en camino vecinal, que al igual que la construcción de la presa Allende ocasinó un efecto de desplazamiento a lo largo de su trazo, por el llamado derecho de vía. Buena parte de los oratorios abandonados y en ruinas son testimonios de este efecto (foto 17).
Foto 17. Oratorio abandonado
La forma de organización del territorio a que hacemos referencia, responde a la conceptualización que del mismo tienen los pobladores que pertenecen a esta raíz otomiana. Proponemos que son dos los criterios que responden a este ordenamiento: en primero considera una jerarquización del asentamiento basado en el prestigio del lugar, ya sea rancho o poblado mayor, y que considera la antigüedad de su fundación; en tanto que el segundo criterio es de orden general y contiene el concepto de sacralización dado por la presencia de los antepasados y regido por el principio de reciprocidad, en donde ancestros y pobladores parecen responder a una necesidad de mutuo cuidado y vigilancia para asegurar la permanencia de ambas entidades.
El orden jerárquico interno en la sociedad de raíz otomiana es correlativa a su tradición desde la época prehispánica, misma que se conservó en el transcurso de la etapa colonial, en donde el selecto grupo de los caciques ejerció funciones de gobierno en las repúblicas de indios de la región. En la actualidad, estas nociones de prestigio están ordenadas por el reconocimiento a la antigüedad del linaje al que pertenecen sus miembros, su correspondencia con un antiguo lugar de fundación y el oratorio familiar que lo señala. De esto da cuenta el caso de los Luna de la Huerta, el de los Patlán —antiguos guardianes de la cruz de Calderón—, o el de los Florencio en Comonfort (foto 18).
Foto 18. Puerto de Calderón
Este mismo criterio puede aplicarse a la valoración de un asentamiento con relación a sus vecinos, como puede ser el caso de Cruz del Palmar, en donde cinco calvaritos construidos sobre las lomas que circundan esta población, están demarcando un territorio carácter ritual, que se observa cuando sirven de referentes a quienes acuden para pedir permiso en cada uno de ellos antes de realizar la fiesta patronal. El prestigio de este lugar trasciende el ámbito local, pues de aquí se asiste a las fiestas de San Luis de la Paz, visita que es correspondida anualmente. Este hecho es testimonio de antiguas relaciones entre los pobladores de ambas regiones, que según la tradición se remontan a la época de la fundación de San Luis de la Paz.
Por lo que respecta al criterio basado en la red de reciprocidades que se construye alrededor de la presencia de los ancestros, el territorio adquiere un carácter sacralizado cuando en determinadas fechas lo recorren, portando cruceros y acompañándose por grupos de danza. Sea para acudir a cumplir con la visita a oratorios o capillas, un trayecto que puede estar distante, o cuando se traslada alguna imagen, como es el caso del Puerto de Calderón, en que los de Cieneguita pasaban a recoger la cruz el 14 de septiembre, de ahí se iban a San Miguel, al barrio de Las Cuevitas y durante las dos semanas siguientes recorrían las rancherías de Tirado, Guerrero y San Miguel Viejo, de donde se iban a La Cieneguita para entrar a San Miguel el día de la fiesta. Este territorio es el que se integra, en un tejido más amplio y complejo, alrededor de los cuatro principales santuarios de la región: Los Remedios en Comonfort, Atotonilco en San Miguel Allende, El Llanito en Dolores y San Miguelito en San Felipe. Consideramos que dicho movimiento de carácter ritual, corresponde asimismo a la reafirmación de la memoria de pertenencia de los descendientes de quienes lo poblaron en los inicios de la época colonial (foto 19).
Foto 19. Informante, municipio de Allende
Finalmente, respecto a la acción del grupo de raíz otomí en estos territorios, coincidimos con Michel de Certeau cuando dice que por lo general, una manera de utilizar los sistemas impuestos constituye la resistencia a la ley histórica de un estado de hecho y a sus legitimaciones dogmáticas. Y señala: “Desde hace mucho tiempo se ha estudiado por ejemplo cual era el equívoco que minaba en el interior el ‘éxito’ de los colonizadores españoles sobre las etnias indias: sumisos y hasta aquiescentes, a menudo estos indios hacían de estas acciones rituales, de las representaciones o de las leyes que les eran impuestas algo diferente de lo que el conquistador creía obtener con ellas; las subvertían no mediante el rechazo o el cambio, sino mediante su manera de utilizarlas con fines y en función de referencias ajenas al sistema del cual no podían huir. Eran otros, en el interior mismo de la colonización que los “asimilaba” exteriormente; su uso del orden dominante engañaba ese poder, porque no contaban con los medios para rechazarlo; se le escapaban sin separarse de eso. La fuerza de su diferencia se mantenía en los procedimientos de ‘consumo’ ” (De Certeau; XLIII).
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